p.
José Antonio Navarro
Resulta
imperioso conocer, aunque más no sea de manera muy sintética, a los
personajes que fueron prohijados por las circunstancias de aquellos
tiempos. Comenzaremos por el proveedor de mujeres a los
burdeles de la ciudad... el
cafishio, cuya
profesión consistía en la explotación de sus mujeres y también en
la captación de nuevas pupilas.
Sin
embargo, las actividades de este personaje, no iban más allá de la
tenencia de una o dos pupilas. Lo suyo era un trabajo
artesanal, cimentado en base a pinta y seducción personal y
completamente ajeno a la organización que se requiere para la trata
de blancas empresarial, tal como habría de aposentarse en Buenos
Aires en la primera década del siglo.
De
allí que no resultara extraño que el
compadrito, en
un alarde de machismo y para mantenerse sin necesidad de trabajar, ya
que el esfuerzo no era compatible con su estilo de vida, se
convirtiera en un
cafishio.
El
compadrito,
confundido frecuentemente con el
guapo o el
compadre era,
en realidad, un imitador, un
guapo sin
agallas, un
fanfarrón procaz que
se distinguía por el alarde de hazañas que no le pertenecían.
El
guapo era, en
cambio, un personaje temido y respetado. Hombre de palabra, ostentaba
el galardón máximo de la hombría que se ganaba sin estridencias ni
golpes de suerte. Por lo general de profesión carrero, domador de
caballos o matarife, el
guapo se movía
en un medio difícil y hostil donde el derecho a vivir se ganaba
todos los días. Una suerte de mezcla entre el hombre de la ciudad y
el campesino. El
guapo rendía
culto al coraje y estaba, habitualmente, al servicio del comité que
alquilaba su valor y su destreza con el cuchillo dándole, como
contrapartida, su protección.
En
lo que hace a su vinculación con la mujer, el
guapo era un
solitario por convicción. Buen bailarín, visitaba el prostíbulo
para satisfacer una necesidad o bien, para mantener el cartel de
hombre entre su gente pero, en su relación con la mujer, jamás
mezclaba sentimientos porque no quería que un amor o la familia, lo
hicieran titubear en medio de un enfrentamiento.
En
la opinión de Miguel D. Etchebarne, esta ostensible misoginia era
una forma de defensa contra la mujer.
El guapo sabía
que su vida podía terminar en cualquier entrevero o bien en la
cárcel si el caudillo político de turno, su protector, lo
abandonaba para no verse involucrado en un crimen.
El
paradigna de este personaje ha sido descripto por Samuel Eichelbaum
en su obra "Un
guapo del 900".
Su protagonista, Ecuménico López, que mata para salvar el honor de
su caudillo y va a la cárcel, se autodefine con estas palabras...
"No soy una taba que pueda cer de un lao o de otro. Yo
caigo en lo que caen los hombres, ni aunque me espere el degüello a
la vuelta de la esquina".
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